viernes, 25 de febrero de 2011

La independencia es otro nombre de la dignidad

Eduardo Galeano

Quiero dedicar este homenaje a la memoria viva de dos Carlos: Carlos Lenkersdorf y Carlos Monsiváis, amigos muy queridos que ya no están, pero siguen estando.

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Y empiezo por decir gracias: Gracias, Marcelo, por este regalo, esta alegría. Te digo gracias en nombre propio y también en nombre de los muchos sureños que jamás olvidarán su gratitud a México, el país de su exilio, refugio de perseguidos en los años de mugre y miedo de nuestras dictaduras militares.

Y quiero subrayar que México merece, por eso y por muchos otros motivos, toda nuestra solidaridad, ahora que esta tierra entrañable está siendo víctima de la hipocresía del narcosistema universal, donde unos ponen la nariz y otros ponen los muertos, y unos declaran la guerra y otros reciben los tiros.

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Este acto generoso me honra por venir de quien viene. La ciudad de México está a la vanguardia en la lucha por los derechos humanos, en un amplio abanico que va desde la diversidad sexual hasta el derecho a respirar, que ya parecía perdido.

Y mucho me honra recibir esta ofrenda, porque mucho tiene de desafío: en nuestros países la independencia plena es todavía, en gran medida, una tarea por hacer, que nos convoca cada día.

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En la ciudad de Quito, al día siguiente de la independencia, una mano anónima escribió en una pared: Último día del despotismo y primero de lo mismo.

Y en Bogotá, poco después, Antonio Nariño advertía que el alzamiento patriótico se estaba convirtiendo en baile de máscaras, y que la independencia estaba en manos de caballeros de mucho almidón y mucho botón, y escribía: Hemos mudado de amos.

Y el chileno Santiago Arcos comprobaba, desde la cárcel:

–Los pobres han gozado de la gloriosa independencia tanto como los caballos que en Chacabuco y Maipú cargaron contra las tropas del rey.

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Todas nuestras naciones nacieron mentidas. La independencia renegó de quienes, peleando por ella, se habían jugado la vida; y las mujeres, los analfabetos, los pobres, los indios y los negros no fueron invitados a la fiesta. Aconsejo echar un vistazo a nuestras primeras Constituciones, que dieron prestigio legal a esa mutilación. Las Cartas Magnas otorgaron el derecho de ciudadanía a los pocos que podían comprarlo. Los demás, y las demás, siguieron siendo invisibles.

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Simón Rodríguez tenía fama de loco, y así lo llamaban: El loco. Decía locuras, como éstas:

–Somos independientes, pero no somos libres. La sabiduría de Europa y la prosperidad de los Estados Unidos son, en nuestra América, dos enemigos de la libertad de pensar. Nuestra América no debe imitar servilmente, sino ser original.

Y también:

–Enseñemos a los niños a ser preguntones, para que se acostumbren a obedecer a la razón: no a la autoridad como los limitados, ni a la costumbre como los estúpidos. Al que no sabe, cualquiera lo engaña. Al que no tiene, cualquiera lo compra.

Don Simón decía locuras, y hacía locuras. Allá por mil ochocientos veinte y pico, sus escuelas mezclaban a los niños y a las niñas, a los pobres y a los ricos, a los indios y a los blancos, y también unían la cabeza y las manos, porque enseñaban a leer y a sumar, y también a trabajar la madera y la tierra. En sus aulas no se escuchaban los latines de sacristía y se desafiaba la tradición del desprecio por el trabajo manual. Poco duró la experiencia. Un clamor de indignadas voces exigía la expulsión de este sátiro que ha venido a corromper a la juventud, y el mariscal Sucre, presidente del país que ahora llamamos Bolivia, le exigió la renuncia.

A partir de entonces, anduvo a lomo de mula, peregrinando por las costas del Pacífico y las montañas de los Andes, fundando escuelas y formulando preguntas insoportables a los nuevos dueños del poder:

–Ustedes, que imitan todo lo que viene de Europa y de los Estados Unidos, ¿por qué no les imitan la originalidad, que es lo más importante?

Este viejo vagabundo, calvo, feo y barrigón, el más audaz y el más querible de los pensadores de América, estaba cada día más solo, y solo murió.

A los ochenta años, escribió:

–Yo quise hacer de la tierra un paraíso para todos. La hice un infierno para mí.

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Simón Rodríguez fue un perdedor. Según la escala de valores de este mundo, que sacraliza el éxito y no perdona el fracaso, los hombres como él no merecen memoria.

Pero, ¿acaso no está vivo don Simón en la energía de dignidad que hoy recorre nuestra América de norte a sur? ¿Cuántos hablan por su boca, aunque no lo sepan, como hablaba en prosa aquel personaje de Molière que no sabía que hablaba en prosa?

¿Acaso don Simón no nos sigue enseñando, un siglo y medio después de su muerte, que la independencia es otro nombre de la dignidad? Es verdad que todavía pesa, y mucho, la herencia colonial, que aplaude la copia y maldice la creación y admira, como denunciaba don Simón, las virtudes del mono y del papagayo. Pero también es verdad que son cada vez más los jóvenes que sienten que el miedo es una cárcel humillante y aburrida, y libremente se atreven a pensar con sus propias cabezas, sentir con sus propios corazones y caminar con sus propias piernas.

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Yo no creo en Dios, pero sí creo en el humano milagro de la resurrección. Porque quizás se equivocaban aquellos dolientes que se negaban a creer en la muerte de Emiliano Zapata, y creían que se había marchado a Arabia en un caballo blanco, pero sólo se equivocaban en el mapa. Porque a la vista está que Zapata sigue vivo, aunque no tan lejos, no en las arenas de Oriente: él anda cabalgando por aquí, aquí cerquita nomás, queriendo justicia y haciéndola.

Y fíjense ustedes lo que ha ocurrido con otro perdedor, José Artigas, el hombre que hizo la primera reforma agraria de América, antes que Lincoln y antes que Zapata.

Hace casi dos siglos, él fue vencido y condenado a la soledad y al exilio. En años recientes, la dictadura militar del Uruguay le erigió un ampuloso mausoleo, queriendo encerrarlo en cárcel de mármol. Pero cuando la dictadura intentó decorar el monumento con algunas de sus frases, no encontró ninguna que no fuera subversiva. Ahora el mausoleo tiene fechas y nombres de batallas, y ninguna frase. Involuntario homenaje, involuntaria confesión: Artigas no es mudo, Artigas sigue siendo peligroso.

Cosa curiosa: con tantos vivos que hablan sin decir, en nuestras tierras hay muertos que dicen callando.

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Bienaventurados sean los perdedores, porque ellos cometieron la insolencia de amar a su tierra, y por ella se jugaron la vida. Pero está visto que el patriotismo es el honorable privilegio de los países dominantes: sólo los que mandan tienen el derecho de ser patriotas. En cambio, los países dominados, condenados a obediencia perpetua, no pueden ejercer el patriotismo, so pena de ser llamados populistas, demagogos, delirantes: nuestro patriotismo se considera una peste, peste peligrosa, y los amos del mundo, que nos toman examen de Democracia, tienen la mala costumbre de conjurar esta amenaza a sangre y fuego.

Bienaventurados sean los perdedores, porque ellos se negaron a repetir la historia y quisieron cambiarla.

Bienaventurados sean los perdedores, y malditos sean quienes confunden el mundo con una pista de carreras y lanzados a las cumbres del éxito trepan lamiendo hacia arriba y escupiendo hacia abajo.

Bienaventurados sean los indignados, y malditos sean los indignos.

Maldita sea la exitosa dictadura del miedo, que nos obliga a creer que la realidad es intocable y que la solidaridad es una enfermedad mortal, porque el prójimo es siempre una amenaza y nunca una promesa.

Bienaventurado sea el abrazo, y maldito sea el codazo.

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Sí, pero… Cuántos perdedores, ¿no?

Cuando algún periodista me pregunta si soy optimista, yo contesto, sinceramente:

–A veces. Depende de la hora.

Siempre me parecieron más bien inhumanos los optimistas full time.

Creo que el desaliento es un derecho humano, y de algún modo es también la prueba de que somos humanos, porque no sufriríamos el desaliento si no tuviéramos aliento.

Hay que reconocer que no es muy alentadora la realidad, que tiene la jodida costumbre de recompensar a los exprimidores del prójimo y a los exterminadores de la tierra, el agua y el aire. Y en cambio, las más apasionantes aventuras de transformación de la realidad suelen quedarse a mitad de camino, o se extravían y se pierden, y muchas veces terminan mal.

Hay que reconocerlo, digo, pero también cabe preguntar: Cuando esas lindas experiencias colectivas terminan mal, ¿de veras terminan? ¿No hay nada que hacer, sólo nos queda resignarnos y aceptar el mundo tal cual es, como si fuera destino? Hace pocos años, se puso de moda la teoría del fin de la historia. Más de uno se tragó ese sapo, a pesar de que el sentido común nos demuestra, con poderosa sencillez, que la historia nace de nuevo cada mañana.

Lo mejor de este asunto de vivir está en la capacidad de sorpresa que la vida tiene. ¿Quién podía presentir que los países árabes iban a vivir este huracán de libertad que están ahora viviendo? ¿Quién iba a creer que la plaza de Tahrir iba a dar al mundo esta lección de democracia? ¿Quién iba a creer lo que ahora puede creer ese muchachito plantado en la plaza durante días y noches, cuando dice: Nadie nos va a mentir nunca más?

Al fin y al cabo, cuando la historia dice adiós, o eso parece decir, ella nos está diciendo, o al menos murmurando: hasta luego, hasta lueguito, nos estamos viendo.

Y yo me despido de ustedes, ahora, que ya es hora, como la historia me enseñó, diciéndoles gracias, diciéndoles: hasta luego, hasta lueguito, nos estamos viendo.

* Palabras pronunciadas el 22 de febrero de 2011, en la ceremonia de entrega de la Medalla 1808, que el jefe de Gobierno de la ciudad de México, Marcelo Ebrard, otorgó al escritor Eduardo Galeano

Tomado de La Jornada: http://www.jornada.unam.mx/2011/02/23/index.php?section=opinion&article=014a1pol

Mis desacuerdos. Waldo Leyva

No sé si quiero ojear en mis recuerdos
o prefiero salvarme en el olvido.
A quién puede importar lo que he vivido,
lo que fui y ya no soy; mis desacuerdos.

Los instantes mas lúcidos o lerdos
jamás revelarán lo que yo he sido,
lo mejor de mí mismo se ha escondido
tras sueños y utopías que ahora pierdo.

Mis amores de ayer y los de ahora,
días en que creí salvar el mundo,
todo esta ahí, no falta ni una hora,
ni un minuto siquiera, ni un segundo.


Nadie podrá saber lo que atesora
la memoria del tiempo en que me hundo
mis amores de ayer y los de ahora,
días en que creí salvar el mundo.

lunes, 15 de noviembre de 2010

Razón y visiones del socialismo

Artículo de Aporrea. org
¿Qué forma de organización del Poder conviene al socialismo: la centralización; la descentralización, o la autonomía?

    “La forma liberal de ‘ciudadano versus Estado’ no conduce necesariamente al camino de la libertad y de la democracia. No existe una correlación entre la expansión del Estado –el aumento de su intervención- y la restricción de la libertad. La fórmula liberal de definir la libertad a partir de una oposición entre individuo y Estado ‘olvida’ que un retroceso del Estado, en casos concretos, no lleva necesariamente a la ausencia de represión, sino, al contrario, puede implicar el aumento de la represión por poderes privados”.
     Joáo Almino, La edad del presente, 1986 [i]
     En una sección anterior escribí acerca de las diferencias de opinión que se observan en la literatura política sobre papel que juegan en la construcción del socialismo los conceptos de eficiencia, ideología y conciencia. Junto a ellos ahora también surge otro viejo dilema, esta vez es el referido a los conceptos de centralización, descentralización y autonomía. Tanto en las teorías políticas como administrativas, la selección de estas opciones siempre ha originado polémica. En efecto, desde la primera vez que los trabajadores obtuvieron el poder con la Comuna de París, hasta las más recientes experiencias revolucionarias, diferentes corrientes del socialismo han estado lanzándose mutuamente acusaciones de centralistas o federalistas. Y, por supuesto, también entre socialistas y liberales. Ciertamente, estos conceptos tienen gran importancia porque se ha demostrado que ellos son útiles a la hora de definir las relaciones que existen entre el Estado y la sociedad, las características de la Administración Pública, y las formas cómo se organiza y ejecuta el Poder en un momento determinado.
     1. Para comenzar, debemos destacar que éste no es un problema nuevo para la teoría política ni para la teoría administrativa. Si nos remitimos a sus antecedentes históricos observaremos que este dilema es tan antiguo como el Imperio Romano. Se desarrolla durante toda la época histórica del feudalismo, tanto el asiático como el europeo. Luego lo encontramos en los primeros años del siglo XIX cuando en Francia se enfrentaron los moderados girondinos, partidarios del federalismo, con los radicales jacobinos en punto a lo que debía ser el nuevo Estado que sustituiría al antiguo régimen feudal. Como se sabe, los últimos impondrían temporalmente la República Francesa mediante el terror y la centralización del poder. Posteriormente, el bonapartismo terminaría de perfeccionar el Estado burgués.
     También en América encontramos las opciones de federalismo o centralismo como el enfrentamiento más perceptible después de su independencia, en los años finales del siglo XVIII y comienzos del XIX. Algunas naciones como los Estados Unidos, Canadá, Brasil, de acuerdo con su realidad particular, supieron resolver este dilema al combinar la República federativa con una Presidencia fuerte, central y unitaria. Mientras que otros pueblos, después de dos siglos de existencia, todavía hoy siguen procurando definiciones políticas en este sentido. Como bien observa un historiador [ii], a excepción de la preclara visión de Bolívar, Artigas y otros pocos ilustres americanos, básicamente las banderas de federalismo y centralismo no han sido utilizadas aquí como fundamento ideológico, sino como símbolo de posiciones políticas para acceder o apuntalar cada ejercicio de poder.
       Ya entrado el mismo siglo XIX, se presentó igualmente en Europa el enfrentamiento por las diferentes concepciones del poder entre los liberales burgueses (Smith, Ricardo), tanto partidarios del librecambismo como contrarios a la injerencia de los gremios y el Estado en la vida económica del país; los anarquistas (Proudhon, Blanqui, Bakunin), enemigos jurados de toda forma de Estado y autoridad; los oportunistas socialdemócratas (Bernstein, Kautsky), partidarios de la conservación del régimen burgués democrático-parlamentario; y los marxistas (Marx, Engels) quienes al contrario proponían la unidad de la nación pero basada en un nuevo Estado proletario.
     En el siglo XX se pudo presenciar también el contraste entre la concepción de la necesidad de un Estado regulador del capitalismo y benefactor social (Keynes), como el que ensayaron todos los países europeos de la posguerra, por un lado, y la concepción neo-liberal (Hayek, Mises) que ha predominado hasta hoy, por el otro. Esta última concepción, que realmente es una reelaboración de la ideología liberal, propició el desmontaje del llamado “Estado de bienestar” para sustituirlo por un Estado mínimo y descentralizado, cuya función principal es más bien la de garantizar la plena libertad de los agentes económicos capitalistas.
     Frente a estos dos modelos, uno más liberal que el otro, se levantaba la concepción marxista-leninista del Estado. Esta concepción desarrollada por Lenin y sus sucesores se presentó, por lo menos teóricamente, como una continuación de las tesis marxistas sobre el Estado proletario, similar al que instauró por breve tiempo la Comuna de Paris en 1871. No obstante, en la práctica, el Estado soviético fue derivando realmente desde una democracia de nuevo tipo a una dictadura similar a las de vieja estirpe. Debe recordarse aquí que después que culminó la revolución rusa la Asamblea Constituyente, constantemente reivindicada por los bolcheviques entre febrero y octubre de 1917, fue disuelta por ellos inmediatamente después de ser elegida en nombre de la legitimidad superior de los soviets. Pero poco tiempo después también éstos serían abandonados para ser sustituidos por un partido único y una frondosa burocracia, alegándose entonces razones de hegemonía. Finalmente, el Estado que resultó ya no se parecería en nada al modelo de aquella gloriosa Comuna que lideró la insurrección de Paris. De acuerdo a Itzván Mészaros: “…fue un exceso de centralización del Estado soviético lo que determinó que tanto los sóviets como los consejos de las fábricas quedaran sin poder efectivo y lo que produjo burocracia” [iii].
     2. Como se puede apreciar, la polémica en torno a lo que se considera es la forma de organización más conveniente para un Estado tiene de larga data. El problema surge porque tanto teóricos como políticos han presentado a los Estados unitarios y federales como antípodas, como “agua y aceite”, sin embargo en la realidad política de muchos países ha habido una cierta complementación entre estas dos formas de Estado. Como es sabido, en los primeros funcionan órganos de poder único para todo el territorio, y todas las decisiones emanan de un poder centralizado y centralizador. En tanto que en la organización federal, opera una cierta descentralización o autonomía relativa para el ejercicio del poder y para la toma de decisiones. Aunque -aclara Melinkoff [iv] -, esta última forma se ve de ordinario, desnaturalizada por el ejercicio práctico del Poder, porque a veces, constitucionalmente se consagra a un Estado como federal y en la práctica opera como un Estado centralizado y unitario; tal es el caso de Venezuela, entre otros.
     De la misma manera, los conceptos de centralización y descentralización frecuentemente han sido presentados como una antinomia de “blanco o negro”, o de “bueno y malo”, pero esto realmente no es así. Ciertamente, centralización y descentralización son conceptualmente opuestas, es decir, que en el mismo grado en que aumenta la segunda, disminuye la primera, y viceversa. Sin embargo, en las teorías administrativa y organizacional se considera que la centralización no es buena o mala por sí misma, sino que sus resultados dependen del grado en que se aplique. Incluso Henri Fayol, quien adoptó por primera vez la denominación de “principios”, no obstante que se le acusaba de racionalista se aparta de cualquier idea de rigidez de estos conceptos por cuanto entendía que nada hay de rígido o absoluto en materia administrativa [v].
     Igual acontece con el dilema entre burocratización e innovación, que se presentan como dos fuerzas funcionando en cualquier organización, ya sea del Estado o del sector privado de la economía. Tal como observa Michael Stephen [vi]: ambas fuerzas tienden a provocar efectos opuestos pero complementarios. La primera tiende a mantener estable a la organización; la última a hacerla flexible. Aunque complementarios, los dos procesos se oponen en cierto grado. Sin embargo, ambos están diseñados para reducir los efectos de la incertidumbre. La burocratización reduce la incertidumbre en el ambiente interno de la organización; y la innovación reduce la incertidumbre en el ambiente externo. Así –advierte Stephen-, tanto la burocratización como la innovación contribuyen a las fortalezas y debilidades de una organización, por tanto, ellas no son buenas ni malas como tales, sino en cuanto aumentan o disminuyen las perspectivas de supervivencia y prosperidad de la organización.
     También  la selección entre las opciones de autonomía o dependencia de las instancias de dirección y control ha sido una preocupación constante de la teoria organizacional. Toda la historia de la administración como la del desarrollo organizacional recorre una línea de evolución teórica buscando desarrollar modelos que permitan definir la naturaleza de las organizaciones y su funcionamiento, el grado adecuado de autonomía o de capacidad decisoria delegada, y la mejor manera de adaptarlas al entorno con el que realizan el intercambio. Desde las llamadas teorías mecanicistas, pasando luego por las teorías orgánicas o conductuales, hasta llegar a las teorías antropológicas o culturales de las organizaciones han procurado estudiar y determinar ciertas variables fundamentales. Cada una de esas variables –tareas, estructura, personas, ambiente y tecnología- provocó en su tiempo una diferente teoría administrativa. Y aunque cada teoría administrativa buscó enfatizar una de esas cinco variables, omitiendo o relegando a un plano secundario a todas las demás, se considera que todas ellas son válidas para los problemas que abordaron y la época en la que se formularon [vii].
     Hoy, con una visión mucho más moderna e integral, la teoría de la administración trata de explicar por qué no existen principios absolutos en las organizaciones, o en todo caso, que tales principios son maleables y se adaptan a cualquier circunstancia, tiempo o lugar. La teoría contingente o situacional, por ejemplo, enfatiza que en general no hay nada absoluto en las organizaciones o en la teoría administrativa. Que todo es relativo. Que todo depende de una relación funcional entre las condiciones del ambiente y las técnicas administrativas apropiadas para el alcance eficaz de los objetivos de la organización. Y que, por tanto, debe existir la necesaria congruencia (Robbins),  o consonancia (Chiavenato), en la relación entre estas variables. Así entonces, el enfoque contingente sostiene que los aspectos universales y normativos deben ser sustituidos por el criterio de ajuste entre organización y ambiente y tecnología, dado que la discrepancia o falta de consonancia entre dichas variables puede conducir una organización a la ineficiencia [viii].
     En verdad, tanto en economía y administración, como en cualquier otra ciencia social, los principios tienen en propiedad un carácter más bien filosófico o ideológico que organizativo-estructural. Son entonces las visiones, misiones y fines de las organizaciones los elementos que realmente dan origen a los que se podría considerar como verdaderos principios económicos y administrativos, tales como: servir a la sociedad o al mercado; atender al beneficio del capital o satisfacer las necesidades de las personas; centrarse en el sistema formal o en el cultural de la organización; conservar el poder por parte de un grupo social particular o reconocer y ampliar el poder de todo el pueblo. Así, a la luz de lo antes expuesto, se puede considerar que los pares centralización-descentralización, burocratización-innovación, autonomía-dependencia, antes que principios ellos son más bien formas de organización que se adoptan en ciertas circunstancias y en momentos determinados para lograr una acción efectiva y eficiente. Esto debe aclararse, ya que confundir formas o técnicas con principios y fines de las organizaciones es lo que frecuentemente ha traído como consecuencia los excesos del centralismo, el burocratismo, o el anarquismo.
     3. Por su parte, la política admite también, bajo la denominación de centralismo o federalismo, unas observaciones similares a las aplicadas a las organizaciones. Como ya vimos, estas distintas formas de organización del Estado siempre se han encontrado en oposición tanto teórica como práctica. Aunque en la actualidad y en distintas teorías administrativas, ya sea del capitalismo o en la administración con visión socialista [ix] (obviamente con intereses muy diferentes), se ha venido promoviendo con gran ímpetu la descentralización de la autoridad política en el Estado y en el gobierno local, al asociar el federalismo y la toma de decisiones descentralizada con niveles más altos de participación y control populares y, por consiguiente, con la democracia.
     Así, indistintamente de los fines, tradicionalmente se ha acusado al Estado como el principal culpable de un exagerado centralismo y burocratismo en la Administración Pública, al igual que se ha considerado que la descentralización y la autonomía sería la solución para los problemas de ineficiencia en la gestión estatal. Ciertamente, la autonomía administrativa constituye un elemento esencial de la descentralización en el seno del Poder público. Sin embargo, las características del modelo burocrático en la AP no desaparecen automáticamente por efectos de la descentralización, pues el centralismo no es necesariamente una forma de operar inherente a las organizaciones burocráticas; éstas pueden ser centralizadas o descentralizadas, concentradas o desconcentradas. De tal manera que la descentralización administrativa sería una condición necesaria pero no suficiente para que se den lo cambios institucionales como la autonomía que se reclama.
     Adicionalmente, en la práctica administrativa se ha observado que la descentralización de la autoridad política en el Estado y el gobierno local tiene ventajas y desventajas, y las razones son las mismas que en las organizaciones: Como ventajas se destaca que la toma de decisiones descentralizada está más cerca de las fuentes de información locales y, por consiguiente, es necesariamente más sensible a las condiciones locales y los cambios del entorno local. La toma de decisiones es más rápida cuando puede llevarse a cabo localmente y, si está repartida entre un elevado número de unidades, éstas pueden fomentar entre sí la competencia y la innovación. Asimismo, el federalismo significa que el gobierno es más cercano y más visible para las personas a las que se supone que tiene que servir, lo que en teoría debería aumentar la transparencia y, por tanto, la legitimidad y la calidad de la democracia. Mientras que, como desventajas, se señala que las organizaciones descentralizadas generan a menudo costes muy elevados de transacción y pueden resultar más lentas y menos decididas que las centralizadas. Además, la descentralización de autoridad podría implicar mayores discrepancias y riesgo en los niveles más bajos de la organización. La delegación de autoridad en los gobiernos locales y estatales podría, por ejemplo, otorgar el poder a élites locales o redes de influencias políticas, lo cual le permitiría ejercer el control sobre sus propios asuntos al margen de la vigilancia externa.
     En cuanto a las organizaciones comunitarias y las asociaciones de trabajadores, pertenecientes a un Poder de base popular, éstas de hecho tienen marcadas diferencias con las organizaciones burocráticas de la Administración Pública, destacándose particularmente la descentralización de sus estructuras y prácticas administrativas, así como una mayor participación y control de la gestión pública por parte de las comunidades; lo que se conoce como autoadministración. Sin embargo, aquí también existen zonas oscuras. Así como la descentralización no necesariamente trae la democracia protagónica, así mismo la autoadministración no necesariamente resulta en el autogobierno de los trabajadores. Como observa Mihailo Markovic [x], el término autoadministración se usa de una manera muy indiscriminada. En algunos casos, se asocia este término con el de control de los trabajadores, que es indiscutiblemente un objetivo importante y progresista en una sociedad de clases. Y, sin embargo, puede suceder que sólo contribuya a impedir decisiones indeseables, por lo que está muy lejos todavía de determinar una política positiva en las empresas y las comunidades locales. De igual manera, la participación de los trabajadores es también una exigencia progresista que ha estado ganando cada vez más terreno en el movimiento laboral internacional. Y, sin embargo, es una exigencia muy general y vaga que podría ser aceptada en varias formas, sin afectar, realmente, la estructura social general de una sociedad capitalista.
     Así  mismo –plantea Markovic-, la idea de autoadministración tampoco debería mezclarse con la mera descentralización, ya que una sociedad atomizada, que careciera de la necesaria coordinación y consciente reglamentación estaría a merced de fuerzas sociales ciegas y alienadas. Indudablemente que la autoadministración no es la ausencia de gobierno y dirección consciente dentro de una sociedad como totalidad. Para Markovic, la idea de autoadministración se basa en un principio filosófico más general: el de la autodeterminación. La autodeterminación –enuncia este autor- es un proceso mediante el cual la consciente actividad práctica de los individuos humanos se convierte en una de las condiciones necesarias y suficientes del individuo y de la vida general. Se trata de un proceso opuesto a la determinación exterior; es decir, un proceso en el cual las condiciones necesarias y suficientes de la vida de algunos individuos humanos son exclusivamente factores fuera de control e independientes de su conciencia y voluntad; Indudablemente –aclara Markovic-, la autodeterminación siempre está condicionada por una determinada situación social, por el nivel alcanzado por la tecnología, la determinada estructura de la producción, la índole de las instituciones políticas, el nivel de cultura, la tradición existente y los hábitos de la conducta humana. Sin embargo, es esencial para la determinación: 1) Que todas las condiciones externas constituyan sólo el panorama de posibilidades de un determinado curso de los acontecimientos, mientras que dependerá de la elección subjetiva y de la consciente actividad humana cuál de estas posibilidades se realizará, y 2) Que la elección subjetiva sea autónoma, auténticamente libre y no heterónoma y compulsiva.
     Vistas desde una amplia perspectiva histórica –sigue explicando este autor-, las formas existentes de autoadministración son, indudablemente, de gran importancia revolucionaria, pero deberían considerarse tan sólo como los pasos iniciales. Junto con el general desarrollo material y cultural, hay que lograr muchas otras cosas, como superar las limitaciones que imponen los órganos del Estado clasista, mismos que deberían ser reemplazados por los órganos del gobierno autónomo o de la autoadministración, constituidos por los delegados de los trabajadores, democráticamente elegidos, reemplazables, rotativos y de ninguna manera corrompidos por los privilegios materiales y la tentadora carrera política profesional. Luego, para Markovic, el planteamiento sería una síntesis de toma de decisiones descentralizada y centralista-democrática. Y, por supuesto, la economía de mercado, con su producción para las ganancias, tendría que ser gradualmente remplazada por la producción para las auténticas necesidades humanas.
       En efecto, al explicar en qué consistía y cómo funcionaba el sistema de delegados, que se implementó en la ex Yugoslavia como un camino alternativo al sistema representativo burgués y al sistema estatista soviético, Miodrag Zecevic [xi] sugiere que las formas y la organización de la autogestión deben reunir dos condiciones: primero, deben corresponder con las relaciones socioeconómicas básicas establecidas en la autogestión social, es decir, deben ser relaciones apropiadas para la autogestión; y segundo, deben ser más reales que formales al involucrar la participación real de los trabajadores y su gestión. Ciertamente, estas condiciones son fundamentales para que sea realmente factible y viable el autogobierno de los trabajadores. Pero aquí debería añadirse otra condición tan importante como las anteriores: Dentro de los factores ambientales arriba mencionados tiene una importancia capital el factor identificado como la cultura de una organización. En la teoría organizacional se utiliza el término cultura para referirse a las creencias, valores aprendidos y los patrones de comportamiento característicos que existen dentro y fuera de las organizaciones. En general, cada sociedad tiene una estructura de Instituciones de valores e ideologías, y estas influencias culturales incluyen la ética en el trabajo, los patrones de motivaciones y la responsabilidad social, el apoyo y lo estilos de liderazgo. A su vez, estos factores ambientales interactúan e influyen en variables tales como el clima organizacional, la satisfacción, la producción y la eficiencia.
     Indudablemente, la pervivencia de estructuras y patrones culturales característicos del modo de vida capitalista, tales como el individualismo, el consumismo, el afán de riqueza fácil y rápida, amen otras perversiones políticas y sociales como el paternalismo, el caciquismo, el clientelismo y la corrupción, son antivalores que están reñidos con la filosofía y los principios de una sociedad socialista o comunal. Y, por supuesto, ellos no permiten garantizar la honestidad, idoneidad y efectividad que requiere una organización comunitaria. Por lo tanto, para construir un nuevo tipo de sociedad socialista habría que luchar por construir una nueva cultura que genere la convicción de que es a través de la organización, la participación y la solidaridad consciente del pueblo como se logra derrotar la pobreza y edificar una sociedad libre justa y de iguales. Al mismo tiempo, habría que trabajar duro para crear y desarrollar un nuevo tipo de organizaciones no concentradas, que sean más abiertas, democráticas y participativas, para que ellas estén realmente a tono con los valores de esa nueva sociedad socialista.
     Ahora bien -advierte finalmente Marta Harnecker-, si lo que caracteriza al poder popular es la capacidad que tiene el pueblo de ejercer el gobierno en el área geográfica en el que se encuentra organizado, eso debe traducirse en la mayor descentralización posible de funciones estatales, desconcentrando la mayor cantidad de actividades económicas, sociales y culturales y servicios en ese nivel. Pero, al afirmar que no puede haber real poder popular sin un alto grado de descentralización, la autora dice no estar propiciando una descentralización anárquica, sino inserta dentro de un plan de desarrollo nacional y de cooperación solidaria entre las diversas instancias y niveles del sistema [xii]. Y nosotros agregaríamos, también debe estar en congruencia con las relaciones socioeconómicas básicas y las condiciones ambientales del entorno.
     5. Resumen y conclusiones:
     En esta sección hemos abordado un viejo pero persistente problema de la administración, como es el de seleccionar entre las formas de organización que están representadas por los pares de centralización-descentralización; burocratización-innovación, y autonomía-dependencia. Tanto en la política como en la administración pública estos conceptos siempre han ocupado el centro del debate entre federalistas y centralistas. Algunos políticos ven estos pares como conceptos radicalmente antagónicos, sin embargo, otros teóricos de la administración los ven más bien como polos opuestos pero de un mismo continuo de características organizacionales. De acuerdo a ésta última perspectiva, no se trataría simplemente de que las unidades de la organización tengan autoridad o autonomía, sino que es un problema de grados que debe resolver hasta qué punto se ejerce esa autoridad y cuál es el poder de decisión conferido a las distintas unidades.
     En vista de estas discrepancias, se revisaron algunas teorías administrativas que suelen hacer referencia a estos temas. De particular significación nos pareció la teoría contingente o situacional. En esta teoría se descarta, o al menos se relativizan, los aspectos universales y normativos propios de las teorías mecanicistas, por lo que en su lugar se da preferencia a un enfoque integral, sistémico y funcional de las organizaciones Asimismo, parece interesante el empleo que ella hace del concepto de congruencia como un criterio de ajuste entre las organizaciones, el ambiente y la tecnología. No está demás agregar que este enfoque múltiple está muy cerca del estructuralismo dialéctico que es característico del marxismo.
     También se consultaron otras fuentes, más concretamente relacionadas con el sistema de administración y organización del socialismo autogestionario, como el que se ensayó en el pasado en la extinta Yugoslavia. A pesar de la complejidad y temporalidad de esta experiencia, es indudable que el sistema que se implementó allí, como una alternativa al sistema representativo burgués y al sistema estatista soviético, guarda valiosas enseñanzas a la hora de desarrollar alguna forma de federalismo y auto-administración social.
     Como quiera que sea, es conveniente destacar que en la actualidad y en distintas teorías administrativas, ya sea del capitalismo o en la administración con visión socialista, se ha venido mostrando una predilección por la descentralización de la autoridad política en el Estado y en el gobierno local, al asociar el federalismo y la toma de decisiones descentralizada con niveles más altos de participación y control populares y, por consiguiente, con la democracia.
     En efecto, si empleamos una administración con visión socialista, se hace evidente que la construcción de una sociedad solidaria requiere de un alto grado de descentralización de las funciones del Estado, para que sea posible una real participación y autogestión por parte de las comunidades. Sin embargo, algunos autores advierten que esta descentralización del Poder debe ser planificada y no anárquica, así como también debe existir congruencia entre las relaciones socioeconómicas básicas y las formas y organizaciones apropiadas para la autogestión. Obviamente que resultará improbable que se pueda crear organizaciones comunitarias socialistas en un lugar donde priven relaciones socioeconómicas capitalistas y una cultura no solidaria. Por lo demás, un repliegue o la “extinción” prematura del Estado bajo estas condiciones muy probablemente terminaría por entregar el poder a intereses privados, a élites políticas locales, o a sectores alienados y corrompidos de la sociedad.
     Lo cual quiere decir que ni el “fetichismo” del Estado (representado por un enfoque estadocéntrico de doble vía: negativa o positiva); ni tampoco la descentralización convertida en un “mito” (que ve en la desintegración del Estado la única solución a los problemas de ineficiencia de la Administración Pública), tienen alguna validez. Todo depende de las dimensiones del Poder que se trate, de la filosofía como de los fines que sustentan el Estado, del contexto general y particular de las organizaciones, de los valores, así como del grado de conciencia social y motivación de las personas; Cada ambiente, cada espacio de Poder y cada momento histórico del desarrollo nacional exigen sus correspondientes formas de organización, estrategias, estructuras y técnicas administrativas apropiadas para poder lograr los objetivos perseguidos con eficiencia y eficacia.
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