1.Después del comunismo, la izquierda se halla en una semiparálisis de
pronóstico reservado. Sufre los embates no sólo de la desaparición del
«socialismo real» y de lo sucedido en la escena geográfica que éste
ocupaba, sino también del fin del ciclo de lo que hasta ahora ha sido el
movimiento socialista. Aquellos programas y proyectos –sean de índole
revolucionaria o reformista, en la terminología que es ya de ayer– que
hunden sus raíces en los albores de la sociedad industrial, ligan su
realización al accionar del proletariado fabril y apuntan a la supresión de
la propiedad privada de los medios de producción, no inciden ya
significativamente en la realidad.
Apenas si lo hacen los herederos
próximos o lejanos de tales propósitos.
En las postrimerías de este siglo XX –que sobrevive en los almanaques
tras haber concluido en los hechos, sugiriendo así la curiosa imagen de
un tiempo detenido en plena aceleración de los acontecimientos–, lo que
sucede a nivel de los hechos, y también de las ideas, abona de mil
maneras la reiterada proclamación de «la victoria del capitalismo» y, por
ende, pone en cuestión la vigencia real de la izquierda. Sin embargo, es de sospechar que, en ese problema de la realidad, la
gravitación de lo que sucede en los terrenos de la práctica y de la teoría
no es sustantivamente mayor que la de la mutación acontecida en el nivel
de los sentimientos.
Por supuesto, una comparación a ese respecto es
inviable y, más aún, supone una partición de ámbitos que puede ser vista
en sí misma como un error. A sabiendas de ello, aquí no se privilegia nivel
alguno; tan sólo se adopta un ángulo de mira –parcial casi por definición–
desde el cual se cree posible ver algo significativo del presente y hasta
del futuro de las izquierdas. La idea consiste en enfocar tales cuestiones
desde la perspectiva de la decepción. Digámoslo de otro modo. Hacia la época en la que se cumplían los 200
años de su instancia bautismal, la izquierda se encontró con que ya no
podía seguir creyendo en lo que había llegado a ser la esencia de su fe, la
viabilidad de la transformación integral de la sociedad.
«Nosotros
podemos hablar de un mundo nuevo porque llevamos un mundo nuevo en
nuestros corazones», proclamaba aquel legendario militante anarquista
de tiempos de la guerra de España. ¿Qué sucede con un gran
movimiento histórico –o haz de movimientos entretejidos– cuando parece
esfumarse la columna vertebral de su estructura espiritual? En relación a cuestión tan mayor, este ensayo muy menor sólo aspira a
pergeñar algunos apuntes, reconocidamente condicionados por una
experiencia personal, pero a los que se ha procurado despojar de «color
local», tanto por el sentido de la convocatoria a la que se acude como por
el propósito de facilitar algún intercambio de ideas por encima de
fronteras.
2
. Una vía para precisar el enfoque sugerido pasa por evocar lo que
aconteció con «la renovación de la izquierda», consigna que –con
contenidos diversos y aun contrapuestos– conoció cierto favor, en
algunos países del continente, durante los años 80 y comienzos de los
'90.
Por cierto, el acontecer latinoamericano y mundial ponía la cuestión a la
orden del día desde bastante antes. Se habían agotado ya, por lo menos
al sur de Panamá, la mayor parte de las expectativas y las energías
desplegadas a partir de la Revolución Cubana, también alimentadas por
experiencias de frentes y gobiernos progresistas que, en la parte
meridional del continente, fueron desalojadas por un tipo nuevo de
dictaduras, tipificadas como «regímenes
burocrático-autoritarios» por
Guillermo O'Donnell.
A tales causas objetivas para explorar caminos de renovación vino a
sumarse, al inicio de la década pasada, en la tormenta de la deuda y del
3
desencadenamiento de los «ajustes», el naufragio de los últimos navíos
–en particular los que enarbolaron las banderas del «Nuevo Orden
Económico Internacional»– de aquella flota heterogénea que había
empezado a hacerse a la mar 30 años antes, para buscar, con mapas
apenas probados o aun sin ellos, el desarrollo autónomo latinoamericano.
El acontecer posterior en la región –incluidos los derroteros de la
democratización en el Sur y los de la revolución en Centroamérica–
evidenciaría que la problemática de sus izquierdas se inscribía en la más
general del agotamiento de las estrategias «tercermundistas».
A su vez,
este último fenómeno confluiría con otro de ribetes realmente
espectaculares, el derrumbe del «segundo mundo».
La renovación de la izquierda se convirtió en condición de supervivencia.
Fue ensayada, pero sin mayor convicción. En el balance, su fracaso es
indudable; como proyecto, simplemente se ha esfumado. En el escenario,
aunque maltrecho, sigue presente el viejo paradigma común a las
concepciones estatistas y
ocupa un espacio creciente la tendencia a la
adaptación. Entre tales dos personajes en presencia, la oposición y la
fronteras son bastante menos nítidas de lo que haría suponer un enfoque
del problema desde el ángulo de las ideas.
Las ortodoxias reivindican
ciertas formulaciones del ayer, pero como señas de identidad antes que
como guías para la acción. Las corrientes adaptativas constatan que tales
formulaciones son más bien una traba para actuar y las van descartando
progresivamente, descreyendo en los hechos de la viabilidad de una
reconstrucción original. Se abre así un espacio potencial para que la
ingeniería política preserve márgenes de entendimiento entre discursos
bastante contrapuestos, pero cuyos cultores comparten una intuición
profunda: renovación de las izquierdas, en sentido propio, no habrá.
Más allá de las grandes diferencias acerca del grado de agotamiento de
los viejos paradigmas, un consenso tiende a afianzarse: otro no surgirá.
Sin embargo, ciertas corrientes buscaron construir –y en rigor algunas
todavía buscan– un paradigma para la renovación en torno a lo que
podría denominarse «la apuesta a la sociedad». Con intuiciones y
expectativas variadas, se quiso hallar en la dinámica de los actores
sociales una alternativa al protagonismo omnipresente del Estado en la
transformación de la sociedad, característico no sólo de las más
gravitantes corrientes socialistas sino también de gran parte de las
estrategias para el desarrollo inspiradas por la contraposición de intereses
entre «el centro» y «la periferia».
Una visión «socio-céntrica», de carácter alternativo a las predominantes
de índole «Estado-céntrica», no carece de asideros incluso en el
pensamiento marxista, particularmente en la veta gramsciana.
Sin
embargo, en América Latina al menos, su gran impulsor parece haber sido la activación de la sociedad civil que caracterizara los años finales de
los procesos dictatoriales. Reconstrucción de «viejos» movimientos
sociales y emergencia de nuevos, diversificación de los organismos de
defensa de los derechos humanos, proliferación de
ONGs,
dinamizaciones locales y barriales, auge de ciertos cooperativismos y
extensión de su radio de acción: tales procesos sugerían que la sociedad
adquiría «competencias nuevas», para impulsar nuevas y viejas luchas
contra la desigualdad, pero también para asumir algunos cometidos
socioeconómicos de manera más eficiente y solidaria que los aparatos
estatales.
La evolución de esa «apuesta a la sociedad» siguió bastante de cerca a la
de las expectativas en la democratización, a su tránsito desde las grandes
esperanzas de los momentos augurales a los prontos desencantos. Así, a
comienzos de los '90, podía constatarse en las izquierdas
centroamericanas una gran confianza, similar a la muy difundida en el
Cono Sur a mediados de los '80, en el protagonismo de la «sociedad
civil».
Los méritos y deméritos de semejante embrión de paradigma para la
renovación de la izquierda merecerían una consideración pausada. Esta
no es empero necesaria aquí pues, para lo que nos ocupa, alcanza con
notar que ese tipo de renovación fracasó ante todo porque sus presuntos
protagonistas mostraron poco interés en desempeñar el papel que el
correspondiente libreto les asignaba.
En la post-democratización latinoamericana, y en otras circunstancias
también, se ha asistido a un impactante desdibujamiento de los actores
colectivos; o, más precisamente, de cierto tipo de actores colectivos,
laicos y orientados por una visión del futuro a construir. Más aún, en la
medida en que su actividad se mantuvo, la misma tendió frecuentemente
a limitarse a metas sectoriales muy concretas; deliberadamente se
rehusó, por lo general, su integración o síntesis en visiones o programas
más globales. De hecho se expresó así una concepción acerca de los
niveles y tipos de acción considerados útiles, en función de lo cual aún los
colectivos movilizados mostraron escasa disposición a insertar sus
quehaceres definitorios en nuevos proyectos para «cambiar la vida».
4
. Después del fracaso de la renovación «en clave socio-céntrica», el
único proyecto político que mantuvo enarbolada alguna aspiración al título
de renovación de la izquierda fue el que la interpretó en clave de reconversión socialdemócrata. Se trasunta así, como en otros momentos
históricos, una decepción que no lleva a cambiar de paradigma sino a
ajustarse a las limitaciones del que se ha adoptado. En esta perspectiva,
el Estado no deja de ser el centro de referencia para el accionar de las
izquierdas, ni la conquista de posiciones gubernamentales su primera
prioridad; en ciertos casos, ni siquiera se deja de vincular «el avance del
socialismo» con la extensión del sector público.
Pero, en los hechos más
que en las palabras, se reconocen las limitaciones de todo ello.
Semejante evolución pudo ser globalmente muy gravitante, como lo
muestra el logrado matrimonio de ayer entre la socialdemocracia de
Occidente y la «revolución keynesiana». Pero hoy la multiplicidad de
causas que derrumbaron al socialismo de Estado en su versión
magnificada, revolucionaria, tienden también a mal traer a su versión
minimizada, reformista.
La reconversión socialdemócrata puede todavía arropar eficientes
operativos de ingeniería política, como los desplegados por algunos
partidos ex-comunistas.
Pero, especialmente después que el derrumbe
del socialismo bizantino de Oriente fue seguido por el chapoteo en la
corrupción del socialismo latino de Occidente, tal reconversión apenas si
procura presentarse como una renovación de valores y propuestas.
Si los viejos paradigmas se muestran poco fecundos, y menos redituable
aún resulta buscar nuevos, luce razonable olvidarse de los paradigmas y,
en consecuencia, optar entre el abandono de la militancia en la izquierda
y la priorización del pragmatismo adaptativo.
Si, según las ideas al presente dominantes, la democracia es ante todo
cuestión de procedimientos, la adaptación que permite sobrellevar el
examen electoral pasa tal vez por la incorporación sin calificación de
todas las reivindicaciones posibles.
Así, en lugar de la «democracia
radical» que Laclau y Mouffe
propugnaran hace una década como
alternativa para una nueva izquierda, se tiende en ciertos casos a la
demagogia radical.
Cuando ya no se cree posible gobernar realmente de otra manera, la
búsqueda de la renovación tiene poco sentido, por lo que cede su lugar a
la práctica de la moderación y a la reivindicación de la «cultura de
gobierno», entendida como adaptación a una manera de hacer las cosas
que en los hechos admitiría pocas variantes.
5. En una obra celebrada, Albert Hirschman discutió las oscilaciones del
grado de involucramiento en el accionar colectivo, con un enfoque que
hoy resulta prometedor para abordar la problemática de las izquierdas. Su
tema central lo constituye la decepción, verdadera fuerza motora de los
shifting
involvements, vale decir, de los compromisos cambiantes que
dibujan una suerte de movimiento pendular, una oscilación temporal
bastante regular de las prioridades entre lo privado y lo público,
ejemplificada por la evolución de los intereses predominantes en Estados
Unidos desde comienzos de los '50 a fines de los '60.
Pues bien, quizás lo que más distinga a esta crisis que viven las
izquierdas de otras tantas a las que sobrevivieron sea, precisamente, la
interrupción del movimiento oscilatorio: el péndulo parece detenido, o
atrapado, muy cerca del máximo involucramiento en la esfera de lo
privado.
¿
Sobredimensionamiento –reflejo de la impaciencia– de un instante
pasajero? Tal vez. Sin embargo, hace ya tiempo que se registra la
desertificación de la esfera de lo poblico, fugazmente interrumpida por
irrupciones que, aún masivas, no expresan el retemplar de la confianza en
el accionar público sino incluso lo contrario.
6
. Las corrientes que más incidieron en la relevancia histórica de las
izquierdas –las de inspiración socialista en particular– se distinguen de
algunas otras vetas del progresismo por su énfasis en el accionar
colectivo, de los sectores que se descubren postergados en especial,
como vía maestra hacia las transformaciones sociales deseables. «La
emancipación de los trabajadores será obra de los trabajadores mismos»:
la consigna fundacional contiene no sólo la formulación utópica sino
también una guía práctica que, transmutada de mil maneras, reveló
frecuentemente una llamativa eficacia.
De ahí la trascendencia del presente decaecimiento de las esperanzas en
el accionar conjunto, fruto de una decepción sostenida que desemboca en
«el imperio de una casi invencible fatiga colectiva frente a cualquier
aspiración al cambio radical».
La decepción induce la permanente desmovilización, el retiro de los más
de la escena pública, pero sus fríos aires afectan también a los menos
que allí permanecen, y traspasan incluso las armaduras de no pocos
políticos prácticos, dejando a algunos inermes ante las seducciones de la
corrupción. Aislados en una plaza pública de la que la mayor parte de su gente ha
desertado, y en todo caso visita muy ocasionalmente, los dirigentes de
izquierda se ven a menudo impelidos a aferrarse a los jirones de las
antiguas concepciones estatalistas y, simultáneamente, a extremar el
realismo de corto plazo, que desemboca en conductas básicamente
adaptativas.
7. ¿Cómo calibrar la magnitud de la decepción? A título de «experimento
mental», puede imaginarse la comparación de las respuestas, a mediados
de los '70 y a comienzos de los '90, de personas autodefinidas de
izquierda a una misma pregunta: ¿qué validez atribuye a la siguiente
frase?
La violencia y la injusticia de los gobernantes de la humanidad es un mal
muy antiguo, y tememos que, dada la naturaleza de los negocios
humanos, no se pueda encontrar remedio alguno a ese mal.
Si el socialismo en definitiva es, como concluía G.D.H. Cole, «una forma
de optimismo, que descansa en la creencia de que la sociedad puede y
debe ser mejorada mediante una planificación deliberada», su ciclo luce
terminado.
En realidad, habríamos asistido en los últimos años a la
entronización del pesimismo, carácter propio del marxismo occidental
según Perry Anderson, o mejor dicho, al triunfo de una de las alternativas
en la famosa consigna hecha suya
por Gramsci –«pesimismo de la
inteligencia, optimismo de la voluntad»–, que tan bien expresa tanto aquel
carácter como la resistencia a asumirlo, a sabiendas tal vez de que un
socialismo pesimista es un ser inimaginable... o monstruoso.
8
. Lo más probable es que la izquierda «post-decepción» siga
adentrándose rápidamente en el mundo de la «política real»,
desempeñando en él un papel más bien menor pero señalado.
Por supuesto, la izquierda siempre vivió en ese mundo, y un rosario de
decepciones signa su trayectoria terrena. Además, el agudo
descreimiento de hoy tiene facetas positivas, en tanto vacuna contra la
soberbia y el dogmatismo. Sobreviva bien o mal a su crisis del presente,
la izquierda sólo podrá ser radicalmente laica: difícilmente encuentre
amparo en alguna profecía o ley de la historia.
Sin desmedro de tales puntualizaciones, parecería que en lo que hace a
la decepción la historia de la izquierda conoce un «antes» y un
«después», de un momento que, a grosso modo, podría ubicarse en el
decenio que va de 1981 a 1991.
Ello podrá ser erróneo, pero no porque conlleve la necia afirmación de
que en el pasado el sueño de cambiar la vida impregnaba todo el accionar
de las izquierdas. Todas sus corrientes principales, en todas las etapas de
su evolución, hicieron senaladas contribuciones a la historia del realismo
político y de la manipulación de los ideales.
Sus experiencias ilustran bien
la famosa recomendación de Weber –según la cual quien quiera salvar su
alma no debe dedicarse a la política pues la esencia de ésta es la
violencia– y, también, alcanzan para corroborar una sentencia no menos
famosa: el poder corrompe siempre, el poder absoluto corrompe
absolutamente.
Cuánto incidió la esperanza de cambiar la vida en la vida real de los
activistas de izquierda –lo cual sin duda varió mucho de persona a
persona y asimismo a lo largo de la existencia de cada una– es cuestión
complejísima que no nos animamos a rozar siquiera.
Aún así, puede
aventurarse que ese proyecto, en muy diversos envases y roles –desde la
fe del carbonero, pasando por las ensoñaciones de Don Quijote y las
ingenuas expectativas de Sancho en una pronta recompensa, hasta el
más frío producto del marketing– gravitó poderosamente en la vigencia de
las izquierdas, en lo que ellas hicieron y en cómo lo hicieron.
La izquierda, desde que existe, fue parte integrante del mundo de la
política real. Pero quizás «el sueño de cambiar la vida» velaba
transitoriamente algunas facetas de «la realidad». Al presente, la
izquierda debe vivir sin velos, en ese mundo donde la acción política poco
tiene que ver con la «aplicación» de alguna filosofía, y donde ante todo se
compite por fracciones del poder del Estado.
9. La izquierda ya no puede pretender ser lo que dijo ser, y tampoco
puede seguir siendo lo que realmente fue. El ascenso de la clase obrera
industrial y de los movimientos en ella sustentados; la amenaza de la
revolución en Occidente y el aporte de la socialdemocracia
keynesiana
a
la edificación del Estado de Bienestar; el impulso marxista leninista, de
liberación nacional, a la reacción del Oriente ante la expansión del
capitalismo industrial y el espejismo de la revolución planetaria desde el
Tercer Mundo: son éstos capítulos de la historia reciente que aún
proyectan su sombra sobre el futuro, pero capítulos cerrados.
Si el poder desgasta, también desgasta la falta de poder y el
desdibujamiento de las perspectivas de acceder a él. La contracara de la
decepción que en estas líneas nos ocupa –y con la cual se refuerzan
mutuamente– es la que afecta a la izquierda vista como ascensor social para «contra élites», como vía para la elevación de fracciones de la
intelligentzia
.
Aunque ya no pueda pretender ser lo que dijo ser, ni seguir siendo lo que
realmente fue, esa corriente de la historia presumiblemente no se
esfumará. Si bien menoscabadas, las tradiciones, experiencias y
expectativas, que alimentan la red de instituciones e intereses entretejidos
en la urdimbre histórica de las izquierdas, les permitirán mantener cierta
vigencia.
La fuerza del pasado llegará hasta el futuro, por un efecto
inercial, pero también por los espacios que se abren para su
permanencia.
La capacidad acumulada permitirá a las izquierdas seguir desempeñando
un papel relevante, como heraldos o columnas vertebrales de variadas
coaliciones de dolientes, ante la serie de reacciones en cadena que
constituyen la globalización.
Reacción al largo ciclo thatcherista –como la que parece por fin capitalizar
el laborismo «new look»– o a su desprolija pero no menos contundente
versión periférica, el menemismo –como la que ha revitalizado al
progresismo argentino. Opción ante la «antipolítica» de derechas, como la
que vertebra el PDS en Italia, o añoranza del Estado del Bienestar, como
la que propulsa el crecimiento del Frente Amplio en el Uruguay.
Los
ejemplos podrían multiplicarse, y también cuestionarse, pero difícilmente
se encuentre uno más espectacular que la irrupción zapatista en la noche
de Año Nuevo que había sido agendada como la del ingreso de México al
Norte.
Otra forma muy distinta a través de la cual el pasado de la izquierda
seguirá gravitando en el mundo del futuro la constituirá la vía del
comunismo chino, y quizás también indochino, hacia ese autoritarismo
confuciano que, según algunos, se dibuja como la estructura política de
la creciente gravitación internacional del Asia oriental.
Puede que esta
modalidad, entre todas las que adopte el devenir de la izquierda, sea a la
vez la que más llegue a distanciarse de los valores fundacionales y la que
más incida en la realidad, por su ubicación en la geografía y sobre todo
por su consustanciación con el ejercicio del poder.
En cambio, para las izquierdas que captan los rechazos a la globalización,
el acceso a ciertas parcelas de poder puede resultar contraproducente.
Los ejemplos que así lo sugieren son múltiples. Quizás ello no sea ajeno
a la aparente decisión zapatista de no orientarse hacia el poder. Notemos,
en todo caso, el prudentísimo perfil bajo con el que se manejan las
resurrecciones post-comunistas al volver a los despachos. Juega a su favor el doble desengaño –del «socialismo» y del «mercado»– que
padecen sus pueblos. Donde el descreimiento no cubra una porción tan
amplia de la oferta ideológica, el desempeño gubernamental de alguna
coalición hegemonizada por la izquierda probablemente estreche los
lazos de ésta con la decepción.
10. Ciertas tendencias bastante objetivas limitan considerablemente las
perspectivas futuras de las izquierdas. La globalización económica y
comunicacional disminuye en grado sumo el margen de acción
socioeconómica de los Estados y, en particular, las posibilidades de que
las izquierdas puedan gobernar «de otra manera», por lo cual su poder de
convocatoria se reduce y el descreimiento en la política se ahonda. El
control de parcelas del gobierno, o la presión de masas sobre éste,
ofrecen rendimientos decrecientes en términos de grandes números; se
abre camino la convicción de que las conveniencias personales se ven
mejor servidas si las propias energías se dedican al cultivo de las parcelas
de grupos comparativamente pequeñas, antes que a servir los intereses
de grandes conjuntos, como «la clase» o la región, «el pueblo» o la
nación.
Tales impulsos al abandono de la escena pública y al desdibujamiento de
ciertos actores colectivos se conjugan con los ritmos vertiginosos de los
cambios, que desvirtúan certezas, costumbres y relaciones sin dar tiempo
a que otras las sustituyan. La conformación de un actor colectivo definido
por cierto proyecto, a mediano o largo plazo, es también un proceso de
«sedimentación» –de intereses y percepciones comunes, de modalidades
compartidas de comunicación y acción– que luce improbable en un
entrecruzamiento de torbellinos.
Dichos factores se suman a la explosión comunicacional para fomentar la
retirada de la escena pública a «la vida junto a la pantalla» y agigantar
esa fuente del poder social que
lleva a hablar de videocracia. Semejante
contexto no favorece una reinstalación duradera de las izquierdas en los
primeros planos del escenario.
Y distingue grandemente a la dinámica
política contemporánea de la que ha sido caracterizada como propia de la
modernización, en tanto incorporación a la arena pública de nuevos
grupos y de nuevos reclamos de participación. Hoy en día suele
comprobarse, en efecto, que «el pueblo no quiere gobernar»: el demos no
quiere serlo, en parte quizás porque intuye que menos que nunca puede
serlo en tiempos de la videocracia.
Sin embargo, otras tendencias no menos objetivas podrían sustentar un
nuevo auge de las izquierdas. Por ejemplo, la creciente degradación
ambiental impulsa de hecho la intervención pública y el realce de los
valores solidarios; la ecología contrarresta el desinterés por lo colectivo
del cual la izquierda es la primera víctima.
Aun sin ignorar la complejidad
del ambientalismo –o del socio ambientalismo– sería aventurado negar a priori que pueda llegar a tener un profundo impacto de índole
«socializante» en un planeta superpoblado y polucionado.
También la desocupación puede llegar a convertirse en un gran inductor
de transformaciones socioculturales. Si el sistema –el conjunto de las
relaciones técnicas y sociales de producción– hace que cada vez sobre
más gente, puede que la marginalidad lo desborde. Tal amenaza, a su
vez, puede hacer sentir la «necesidad objetiva» de compartir, el tiempo de
trabajo, su gestión y sus frutos, la estructuración del tiempo libre y su real
disfrute.
Los caminos de la globalización, y particularmente en América Latina los
que adopta de hecho la modernización, no se dirigen hacia la fraternidad
y la igualdad. Pero fenómenos como la polución o la desocupación
pueden inducir giros hacia la solidaridad. La vida misma quizás vuelva a
poner en la agenda la idea de cambiar la vida. Pero, aunque así suceda,
ninguna alternativa transformadora de esa estirpe superará la mera
virtualidad mientras aquella idea permanezca sumida en el descreimiento.
Si Weber tenía razón al decir que sólo luchando por lo imposible se
consigue lo que en cada etapa es posible, grandes logros posibles dejan
de serlo cuando ya no se cree que vale la pena luchar por lo imposible.
Para escudriñar los futuros posibles, no carece de interés la cuestión de si
el sueño de cambiar la vida ha sido irreversiblemente sustituido por la vida
insomne de este lado de la pantalla.
11
. En definitiva, todo lo que aquí se ha dicho es que la decepción parece
una razonable hipótesis de trabajo para aproximarse al análisis del
presente y del futuro de las izquierdas. Pero un enfoque fructífero debiera
ofrecer pistas para dudar de su propia efectividad. Si tendencia nunca
debe ser confundida con el destino, una prospectiva de las izquierdas
desde el ángulo de la decepción ha de incluir un escenario alternativo,
donde se contemplen las posibilidades objetivas de que cobren vigor
algunas modalidades del accionar colectivo.
Concluiremos pues estas
líneas con un esbozo en tal dirección.
Cabe partir del análisis de ciertos grandes desafíos planetarios–
poblacionales, ambientales, ocupacionales– que pueden revivir
cuestiones y enfoques a los que estuvieron asociados históricamente el
surgimiento y los períodos de auge de las izquierdas. La hipotética
vigencia futura de ésta no se mediría por la reaparición en fuerza de las
estrategias y soluciones que las caracterizaron en el pasado, lejano o
cercano, sino más bien por la capacidad de sus valores y tradiciones para
constituirse en fuentes de inspiración de nuevas alternativas.
A su vez, la eficacia práctica de tales alternativas dependerá grandemente
de su capacidad para enfrentar uno de los grandes problemas de la
existencia a fines del siglo XX: el sentido como recurso escaso, la
cooperación por encima de los intereses inmediatos como una dimensión
faltante, la inserción colectiva como carencia. Parafraseando la cita de
Lipovetsky que nos sirve de acápite, puede conjeturarse que la pobre
calidad de una vida que sobredimensione lo individual puede impulsar
modalidades de gestionarla que abran espacios a los esfuerzos colectivos
para cambiar la vida.
Al analizar el tipo de estímulos que alejan al péndulo de lo individual,
Hirschman destaca tanto la decepción generada por la persecución del
interés privado como el tipo de gratificación propio del accionar público.
Este, a mucha gente, no lo atrae tanto porque se logre efectivamente la
meta planteada sino más bien por las satisfacciones emanadas de las
búsquedas compartidas y de los avances así conquistados. Ello
justamente contribuye a explicar por qué el «sobredimensionamiento» del
accionar colectivo –el desborde de sus exigencias que anega otras
dimensiones de la vida cotidiana y las somete a los reclamos de la
profesionalización, o al mandato de los profesionales– se constituye a su
vez en gran factor del tipo de decepción que empuja al péndulo de vuelta
hacia lo individual.
Ciertos tipos de militancia tienen en sí mismos las fuentes de justificación,
y éstas se secan cuando aquéllos se hipertrofian. Tal proceso se liga
frecuentemente a la conversión de los proyectos de cambiar la vida de
muchos en instrumentos para mejorar la vida de pocos, pero también al
logro de la eficacia, que suele requerir dedicación, especialización,
profesionalización.
Parece desembocarse así en el problema de la cuadratura del círculo que,
una vez establecida la idea de su imposibilidad, sólo conserva sentido
para unos pocos excéntricos.
El
péndulo de los
involucramientos no
abandonaría el área de los intereses privados, pues se anticipa o intuye la
decepción inherente al accionar colectivo, en tanto generador de
exigencias y dinámicas de poder que desvirtúan la calidad de vida
ofrecida por ciertas formas de militancia.
¿Significa todo ello que la vigencia futura de las izquierdas dependerá
decisivamente, entre otros factores, de que ciertas dimensiones de su
accionar logren construir y reconstruir permanentemente algún
distanciamiento de sus luchas por el poder?