miércoles, 28 de agosto de 2013

La izquierda ante la decepción. Rodrigo Arocena



1.Después del comunismo, la izquierda se halla en una semiparálisis de pronóstico reservado. Sufre los embates no sólo de la desaparición del «socialismo real» y de lo sucedido en la escena geográfica que éste ocupaba, sino también del fin del ciclo de lo que hasta ahora ha sido el movimiento socialista. Aquellos programas y proyectos –sean de índole revolucionaria o reformista, en la terminología que es ya de ayer– que hunden sus raíces en los albores de la sociedad industrial, ligan su realización al accionar del proletariado fabril y apuntan a la supresión de la propiedad privada de los medios de producción, no inciden ya significativamente en la realidad. 

Apenas si lo hacen los herederos próximos o lejanos de tales propósitos. En las postrimerías de este siglo XX –que sobrevive en los almanaques tras haber concluido en los hechos, sugiriendo así la curiosa imagen de un tiempo detenido en plena aceleración de los acontecimientos–, lo que sucede a nivel de los hechos, y también de las ideas, abona de mil maneras la reiterada proclamación de «la victoria del capitalismo» y, por ende, pone en cuestión la vigencia real de la izquierda. Sin embargo, es de sospechar que, en ese problema de la realidad, la gravitación de lo que sucede en los terrenos de la práctica y de la teoría no es sustantivamente mayor que la de la mutación acontecida en el nivel de los sentimientos. 

Por supuesto, una comparación a ese respecto es inviable y, más aún, supone una partición de ámbitos que puede ser vista en sí misma como un error. A sabiendas de ello, aquí no se privilegia nivel alguno; tan sólo se adopta un ángulo de mira –parcial casi por definición– desde el cual se cree posible ver algo significativo del presente y hasta del futuro de las izquierdas. La idea consiste en enfocar tales cuestiones desde la perspectiva de la decepción. Digámoslo de otro modo. Hacia la época en la que se cumplían los 200 años de su instancia bautismal, la izquierda se encontró con que ya no podía seguir creyendo en lo que había llegado a ser la esencia de su fe, la viabilidad de la transformación integral de la sociedad. 

«Nosotros podemos hablar de un mundo nuevo porque llevamos un mundo nuevo en nuestros corazones», proclamaba aquel legendario militante anarquista de tiempos de la guerra de España. ¿Qué sucede con un gran movimiento histórico –o haz de movimientos entretejidos– cuando parece esfumarse la columna vertebral de su estructura espiritual? En relación a cuestión tan mayor, este ensayo muy menor sólo aspira a pergeñar algunos apuntes, reconocidamente condicionados por una experiencia personal, pero a los que se ha procurado despojar de «color local», tanto por el sentido de la convocatoria a la que se acude como por el propósito de facilitar algún intercambio de ideas por encima de fronteras. 

2 . Una vía para precisar el enfoque sugerido pasa por evocar lo que aconteció con «la renovación de la izquierda», consigna que –con contenidos diversos y aun contrapuestos– conoció cierto favor, en algunos países del continente, durante los años 80 y comienzos de los '90. Por cierto, el acontecer latinoamericano y mundial ponía la cuestión a la orden del día desde bastante antes. Se habían agotado ya, por lo menos al sur de Panamá, la mayor parte de las expectativas y las energías desplegadas a partir de la Revolución Cubana, también alimentadas por experiencias de frentes y gobiernos progresistas que, en la parte meridional del continente, fueron desalojadas por un tipo nuevo de dictaduras, tipificadas como «regímenes burocrático-autoritarios» por Guillermo O'Donnell.

A tales causas objetivas para explorar caminos de renovación vino a sumarse, al inicio de la década pasada, en la tormenta de la deuda y del 3 desencadenamiento de los «ajustes», el naufragio de los últimos navíos –en particular los que enarbolaron las banderas del «Nuevo Orden Económico Internacional»– de aquella flota heterogénea que había empezado a hacerse a la mar 30 años antes, para buscar, con mapas apenas probados o aun sin ellos, el desarrollo autónomo latinoamericano. El acontecer posterior en la región –incluidos los derroteros de la democratización en el Sur y los de la revolución en Centroamérica– evidenciaría que la problemática de sus izquierdas se inscribía en la más general del agotamiento de las estrategias «tercermundistas».

A su vez, este último fenómeno confluiría con otro de ribetes realmente espectaculares, el derrumbe del «segundo mundo». La renovación de la izquierda se convirtió en condición de supervivencia. Fue ensayada, pero sin mayor convicción. En el balance, su fracaso es indudable; como proyecto, simplemente se ha esfumado. En el escenario, aunque maltrecho, sigue presente el viejo paradigma común a las concepciones estatistas y ocupa un espacio creciente la tendencia a la adaptación. Entre tales dos personajes en presencia, la oposición y la fronteras son bastante menos nítidas de lo que haría suponer un enfoque del problema desde el ángulo de las ideas.

Las ortodoxias reivindican ciertas formulaciones del ayer, pero como señas de identidad antes que como guías para la acción. Las corrientes adaptativas constatan que tales formulaciones son más bien una traba para actuar y las van descartando progresivamente, descreyendo en los hechos de la viabilidad de una reconstrucción original. Se abre así un espacio potencial para que la ingeniería política preserve márgenes de entendimiento entre discursos bastante contrapuestos, pero cuyos cultores comparten una intuición profunda: renovación de las izquierdas, en sentido propio, no habrá. Más allá de las grandes diferencias acerca del grado de agotamiento de los viejos paradigmas, un consenso tiende a afianzarse: otro no surgirá. 

Sin embargo, ciertas corrientes buscaron construir –y en rigor algunas todavía buscan– un paradigma para la renovación en torno a lo que podría denominarse «la apuesta a la sociedad». Con intuiciones y expectativas variadas, se quiso hallar en la dinámica de los actores sociales una alternativa al protagonismo omnipresente del Estado en la transformación de la sociedad, característico no sólo de las más gravitantes corrientes socialistas sino también de gran parte de las estrategias para el desarrollo inspiradas por la contraposición de intereses entre «el centro» y «la periferia». Una visión «socio-céntrica», de carácter alternativo a las predominantes de índole «Estado-céntrica», no carece de asideros incluso en el pensamiento marxista, particularmente en la veta gramsciana. 

Sin embargo, en América Latina al menos, su gran impulsor parece haber sido la activación de la sociedad civil que caracterizara los años finales de los procesos dictatoriales. Reconstrucción de «viejos» movimientos sociales y emergencia de nuevos, diversificación de los organismos de defensa de los derechos humanos, proliferación de ONGs, dinamizaciones locales y barriales, auge de ciertos cooperativismos y extensión de su radio de acción: tales procesos sugerían que la sociedad adquiría «competencias nuevas», para impulsar nuevas y viejas luchas contra la desigualdad, pero también para asumir algunos cometidos socioeconómicos de manera más eficiente y solidaria que los aparatos estatales. 

La evolución de esa «apuesta a la sociedad» siguió bastante de cerca a la de las expectativas en la democratización, a su tránsito desde las grandes esperanzas de los momentos augurales a los prontos desencantos. Así, a comienzos de los '90, podía constatarse en las izquierdas centroamericanas una gran confianza, similar a la muy difundida en el Cono Sur a mediados de los '80, en el protagonismo de la «sociedad civil». Los méritos y deméritos de semejante embrión de paradigma para la renovación de la izquierda merecerían una consideración pausada. Esta no es empero necesaria aquí pues, para lo que nos ocupa, alcanza con notar que ese tipo de renovación fracasó ante todo porque sus presuntos protagonistas mostraron poco interés en desempeñar el papel que el correspondiente libreto les asignaba.

En la post-democratización latinoamericana, y en otras circunstancias también, se ha asistido a un impactante desdibujamiento de los actores colectivos; o, más precisamente, de cierto tipo de actores colectivos, laicos y orientados por una visión del futuro a construir. Más aún, en la medida en que su actividad se mantuvo, la misma tendió frecuentemente a limitarse a metas sectoriales muy concretas; deliberadamente se rehusó, por lo general, su integración o síntesis en visiones o programas más globales. De hecho se expresó así una concepción acerca de los niveles y tipos de acción considerados útiles, en función de lo cual aún los colectivos movilizados mostraron escasa disposición a insertar sus quehaceres definitorios en nuevos proyectos para «cambiar la vida». 

4 . Después del fracaso de la renovación «en clave socio-céntrica», el único proyecto político que mantuvo enarbolada alguna aspiración al título de renovación de la izquierda fue el que la interpretó en clave de reconversión socialdemócrata. Se trasunta así, como en otros momentos históricos, una decepción que no lleva a cambiar de paradigma sino a ajustarse a las limitaciones del que se ha adoptado. En esta perspectiva, el Estado no deja de ser el centro de referencia para el accionar de las izquierdas, ni la conquista de posiciones gubernamentales su primera prioridad; en ciertos casos, ni siquiera se deja de vincular «el avance del socialismo» con la extensión del sector público.

Pero, en los hechos más que en las palabras, se reconocen las limitaciones de todo ello. Semejante evolución pudo ser globalmente muy gravitante, como lo muestra el logrado matrimonio de ayer entre la socialdemocracia de Occidente y la «revolución keynesiana». Pero hoy la multiplicidad de causas que derrumbaron al socialismo de Estado en su versión magnificada, revolucionaria, tienden también a mal traer a su versión minimizada, reformista. La reconversión socialdemócrata puede todavía arropar eficientes operativos de ingeniería política, como los desplegados por algunos partidos ex-comunistas.

Pero, especialmente después que el derrumbe del socialismo bizantino de Oriente fue seguido por el chapoteo en la corrupción del socialismo latino de Occidente, tal reconversión apenas si procura presentarse como una renovación de valores y propuestas. Si los viejos paradigmas se muestran poco fecundos, y menos redituable aún resulta buscar nuevos, luce razonable olvidarse de los paradigmas y, en consecuencia, optar entre el abandono de la militancia en la izquierda y la priorización del pragmatismo adaptativo. Si, según las ideas al presente dominantes, la democracia es ante todo cuestión de procedimientos, la adaptación que permite sobrellevar el examen electoral pasa tal vez por la incorporación sin calificación de todas las reivindicaciones posibles. 

Así, en lugar de la «democracia radical» que Laclau y Mouffe propugnaran hace una década como alternativa para una nueva izquierda, se tiende en ciertos casos a la demagogia radical. Cuando ya no se cree posible gobernar realmente de otra manera, la búsqueda de la renovación tiene poco sentido, por lo que cede su lugar a la práctica de la moderación y a la reivindicación de la «cultura de gobierno», entendida como adaptación a una manera de hacer las cosas que en los hechos admitiría pocas variantes. 

5. En una obra celebrada, Albert Hirschman discutió las oscilaciones del grado de involucramiento en el accionar colectivo, con un enfoque que hoy resulta prometedor para abordar la problemática de las izquierdas. Su tema central lo constituye la decepción, verdadera fuerza motora de los shifting involvements, vale decir, de los compromisos cambiantes que dibujan una suerte de movimiento pendular, una oscilación temporal bastante regular de las prioridades entre lo privado y lo público, ejemplificada por la evolución de los intereses predominantes en Estados Unidos desde comienzos de los '50 a fines de los '60. 

Pues bien, quizás lo que más distinga a esta crisis que viven las izquierdas de otras tantas a las que sobrevivieron sea, precisamente, la interrupción del movimiento oscilatorio: el péndulo parece detenido, o atrapado, muy cerca del máximo involucramiento en la esfera de lo privado. ¿ Sobredimensionamiento –reflejo de la impaciencia– de un instante pasajero? Tal vez. Sin embargo, hace ya tiempo que se registra la desertificación de la esfera de lo poblico, fugazmente interrumpida por irrupciones que, aún masivas, no expresan el retemplar de la confianza en el accionar público sino incluso lo contrario. 

6 . Las corrientes que más incidieron en la relevancia histórica de las izquierdas –las de inspiración socialista en particular– se distinguen de algunas otras vetas del progresismo por su énfasis en el accionar colectivo, de los sectores que se descubren postergados en especial, como vía maestra hacia las transformaciones sociales deseables. «La emancipación de los trabajadores será obra de los trabajadores mismos»: la consigna fundacional contiene no sólo la formulación utópica sino también una guía práctica que, transmutada de mil maneras, reveló frecuentemente una llamativa eficacia. 

De ahí la trascendencia del presente decaecimiento de las esperanzas en el accionar conjunto, fruto de una decepción sostenida que desemboca en «el imperio de una casi invencible fatiga colectiva frente a cualquier aspiración al cambio radical». La decepción induce la permanente desmovilización, el retiro de los más de la escena pública, pero sus fríos aires afectan también a los menos que allí permanecen, y traspasan incluso las armaduras de no pocos políticos prácticos, dejando a algunos inermes ante las seducciones de la corrupción. Aislados en una plaza pública de la que la mayor parte de su gente ha desertado, y en todo caso visita muy ocasionalmente, los dirigentes de izquierda se ven a menudo impelidos a aferrarse a los jirones de las antiguas concepciones estatalistas y, simultáneamente, a extremar el realismo de corto plazo, que desemboca en conductas básicamente adaptativas. 

7. ¿Cómo calibrar la magnitud de la decepción? A título de «experimento mental», puede imaginarse la comparación de las respuestas, a mediados de los '70 y a comienzos de los '90, de personas autodefinidas de izquierda a una misma pregunta: ¿qué validez atribuye a la siguiente frase? La violencia y la injusticia de los gobernantes de la humanidad es un mal muy antiguo, y tememos que, dada la naturaleza de los negocios humanos, no se pueda encontrar remedio alguno a ese mal. Si el socialismo en definitiva es, como concluía G.D.H. Cole, «una forma de optimismo, que descansa en la creencia de que la sociedad puede y debe ser mejorada mediante una planificación deliberada», su ciclo luce terminado. 

En realidad, habríamos asistido en los últimos años a la entronización del pesimismo, carácter propio del marxismo occidental según Perry Anderson, o mejor dicho, al triunfo de una de las alternativas en la famosa consigna hecha suya por Gramsci –«pesimismo de la inteligencia, optimismo de la voluntad»–, que tan bien expresa tanto aquel carácter como la resistencia a asumirlo, a sabiendas tal vez de que un socialismo pesimista es un ser inimaginable... o monstruoso. 

8 . Lo más probable es que la izquierda «post-decepción» siga adentrándose rápidamente en el mundo de la «política real», desempeñando en él un papel más bien menor pero señalado. Por supuesto, la izquierda siempre vivió en ese mundo, y un rosario de decepciones signa su trayectoria terrena. Además, el agudo descreimiento de hoy tiene facetas positivas, en tanto vacuna contra la soberbia y el dogmatismo. Sobreviva bien o mal a su crisis del presente, la izquierda sólo podrá ser radicalmente laica: difícilmente encuentre amparo en alguna profecía o ley de la historia.  

Sin desmedro de tales puntualizaciones, parecería que en lo que hace a la decepción la historia de la izquierda conoce un «antes» y un «después», de un momento que, a grosso modo, podría ubicarse en el decenio que va de 1981 a 1991. Ello podrá ser erróneo, pero no porque conlleve la necia afirmación de que en el pasado el sueño de cambiar la vida impregnaba todo el accionar de las izquierdas. Todas sus corrientes principales, en todas las etapas de su evolución, hicieron senaladas contribuciones a la historia del realismo político y de la manipulación de los ideales. 

Sus experiencias ilustran bien la famosa recomendación de Weber –según la cual quien quiera salvar su alma no debe dedicarse a la política pues la esencia de ésta es la violencia– y, también, alcanzan para corroborar una sentencia no menos famosa: el poder corrompe siempre, el poder absoluto corrompe absolutamente. Cuánto incidió la esperanza de cambiar la vida en la vida real de los activistas de izquierda –lo cual sin duda varió mucho de persona a persona y asimismo a lo largo de la existencia de cada una– es cuestión complejísima que no nos animamos a rozar siquiera. 

Aún así, puede aventurarse que ese proyecto, en muy diversos envases y roles –desde la fe del carbonero, pasando por las ensoñaciones de Don Quijote y las ingenuas expectativas de Sancho en una pronta recompensa, hasta el más frío producto del marketing– gravitó poderosamente en la vigencia de las izquierdas, en lo que ellas hicieron y en cómo lo hicieron. La izquierda, desde que existe, fue parte integrante del mundo de la política real. Pero quizás «el sueño de cambiar la vida» velaba transitoriamente algunas facetas de «la realidad». Al presente, la izquierda debe vivir sin velos, en ese mundo donde la acción política poco tiene que ver con la «aplicación» de alguna filosofía, y donde ante todo se compite por fracciones del poder del Estado. 

9. La izquierda ya no puede pretender ser lo que dijo ser, y tampoco puede seguir siendo lo que realmente fue. El ascenso de la clase obrera industrial y de los movimientos en ella sustentados; la amenaza de la revolución en Occidente y el aporte de la socialdemocracia keynesiana a la edificación del Estado de Bienestar; el impulso marxista leninista, de liberación nacional, a la reacción del Oriente ante la expansión del capitalismo industrial y el espejismo de la revolución planetaria desde el Tercer Mundo: son éstos capítulos de la historia reciente que aún proyectan su sombra sobre el futuro, pero capítulos cerrados. 

Si el poder desgasta, también desgasta la falta de poder y el desdibujamiento de las perspectivas de acceder a él. La contracara de la decepción que en estas líneas nos ocupa –y con la cual se refuerzan mutuamente– es la que afecta a la izquierda vista como ascensor social para «contra élites», como vía para la elevación de fracciones de la intelligentzia . Aunque ya no pueda pretender ser lo que dijo ser, ni seguir siendo lo que realmente fue, esa corriente de la historia presumiblemente no se esfumará. Si bien menoscabadas, las tradiciones, experiencias y expectativas, que alimentan la red de instituciones e intereses entretejidos en la urdimbre histórica de las izquierdas, les permitirán mantener cierta vigencia.

La fuerza del pasado llegará hasta el futuro, por un efecto inercial, pero también por los espacios que se abren para su permanencia. La capacidad acumulada permitirá a las izquierdas seguir desempeñando un papel relevante, como heraldos o columnas vertebrales de variadas coaliciones de dolientes, ante la serie de reacciones en cadena que constituyen la globalización. Reacción al largo ciclo thatcherista –como la que parece por fin capitalizar el laborismo «new look»– o a su desprolija pero no menos contundente versión periférica, el menemismo –como la que ha revitalizado al progresismo argentino. Opción ante la «antipolítica» de derechas, como la que vertebra el PDS en Italia, o añoranza del Estado del Bienestar, como la que propulsa el crecimiento del Frente Amplio en el Uruguay. 

Los ejemplos podrían multiplicarse, y también cuestionarse, pero difícilmente se encuentre uno más espectacular que la irrupción zapatista en la noche de Año Nuevo que había sido agendada como la del ingreso de México al Norte. Otra forma muy distinta a través de la cual el pasado de la izquierda seguirá gravitando en el mundo del futuro la constituirá la vía del comunismo chino, y quizás también indochino, hacia ese autoritarismo confuciano que, según algunos, se dibuja como la estructura política de la creciente gravitación internacional del Asia oriental.

Puede que esta modalidad, entre todas las que adopte el devenir de la izquierda, sea a la vez la que más llegue a distanciarse de los valores fundacionales y la que más incida en la realidad, por su ubicación en la geografía y sobre todo por su consustanciación con el ejercicio del poder. En cambio, para las izquierdas que captan los rechazos a la globalización, el acceso a ciertas parcelas de poder puede resultar contraproducente. Los ejemplos que así lo sugieren son múltiples. Quizás ello no sea ajeno a la aparente decisión zapatista de no orientarse hacia el poder. Notemos, en todo caso, el prudentísimo perfil bajo con el que se manejan las resurrecciones post-comunistas al volver a los despachos. Juega a su favor el doble desengaño –del «socialismo» y del «mercado»– que padecen sus pueblos. Donde el descreimiento no cubra una porción tan amplia de la oferta ideológica, el desempeño gubernamental de alguna coalición hegemonizada por la izquierda probablemente estreche los lazos de ésta con la decepción. 

10. Ciertas tendencias bastante objetivas limitan considerablemente las perspectivas futuras de las izquierdas. La globalización económica y comunicacional disminuye en grado sumo el margen de acción socioeconómica de los Estados y, en particular, las posibilidades de que las izquierdas puedan gobernar «de otra manera», por lo cual su poder de convocatoria se reduce y el descreimiento en la política se ahonda. El control de parcelas del gobierno, o la presión de masas sobre éste, ofrecen rendimientos decrecientes en términos de grandes números; se abre camino la convicción de que las conveniencias personales se ven mejor servidas si las propias energías se dedican al cultivo de las parcelas de grupos comparativamente pequeñas, antes que a servir los intereses de grandes conjuntos, como «la clase» o la región, «el pueblo» o la nación.

Tales impulsos al abandono de la escena pública y al desdibujamiento de ciertos actores colectivos se conjugan con los ritmos vertiginosos de los cambios, que desvirtúan certezas, costumbres y relaciones sin dar tiempo a que otras las sustituyan. La conformación de un actor colectivo definido por cierto proyecto, a mediano o largo plazo, es también un proceso de «sedimentación» –de intereses y percepciones comunes, de modalidades compartidas de comunicación y acción– que luce improbable en un entrecruzamiento de torbellinos. Dichos factores se suman a la explosión comunicacional para fomentar la retirada de la escena pública a «la vida junto a la pantalla» y agigantar esa fuente del poder social que lleva a hablar de videocracia. Semejante contexto no favorece una reinstalación duradera de las izquierdas en los primeros planos del escenario. 

Y distingue grandemente a la dinámica política contemporánea de la que ha sido caracterizada como propia de la modernización, en tanto incorporación a la arena pública de nuevos grupos y de nuevos reclamos de participación. Hoy en día suele comprobarse, en efecto, que «el pueblo no quiere gobernar»: el demos no quiere serlo, en parte quizás porque intuye que menos que nunca puede serlo en tiempos de la videocracia. Sin embargo, otras tendencias no menos objetivas podrían sustentar un nuevo auge de las izquierdas. Por ejemplo, la creciente degradación ambiental impulsa de hecho la intervención pública y el realce de los valores solidarios; la ecología contrarresta el desinterés por lo colectivo del cual la izquierda es la primera víctima. 

Aun sin ignorar la complejidad del ambientalismo –o del socio ambientalismo– sería aventurado negar a priori que pueda llegar a tener un profundo impacto de índole «socializante» en un planeta superpoblado y polucionado. También la desocupación puede llegar a convertirse en un gran inductor de transformaciones socioculturales. Si el sistema –el conjunto de las relaciones técnicas y sociales de producción– hace que cada vez sobre más gente, puede que la marginalidad lo desborde. Tal amenaza, a su vez, puede hacer sentir la «necesidad objetiva» de compartir, el tiempo de trabajo, su gestión y sus frutos, la estructuración del tiempo libre y su real disfrute.

Los caminos de la globalización, y particularmente en América Latina los que adopta de hecho la modernización, no se dirigen hacia la fraternidad y la igualdad. Pero fenómenos como la polución o la desocupación pueden inducir giros hacia la solidaridad. La vida misma quizás vuelva a poner en la agenda la idea de cambiar la vida. Pero, aunque así suceda, ninguna alternativa transformadora de esa estirpe superará la mera virtualidad mientras aquella idea permanezca sumida en el descreimiento. Si Weber tenía razón al decir que sólo luchando por lo imposible se consigue lo que en cada etapa es posible, grandes logros posibles dejan de serlo cuando ya no se cree que vale la pena luchar por lo imposible.

Para escudriñar los futuros posibles, no carece de interés la cuestión de si el sueño de cambiar la vida ha sido irreversiblemente sustituido por la vida insomne de este lado de la pantalla.

11 . En definitiva, todo lo que aquí se ha dicho es que la decepción parece una razonable hipótesis de trabajo para aproximarse al análisis del presente y del futuro de las izquierdas. Pero un enfoque fructífero debiera ofrecer pistas para dudar de su propia efectividad. Si tendencia nunca debe ser confundida con el destino, una prospectiva de las izquierdas desde el ángulo de la decepción ha de incluir un escenario alternativo, donde se contemplen las posibilidades objetivas de que cobren vigor algunas modalidades del accionar colectivo. 

Concluiremos pues estas líneas con un esbozo en tal dirección. Cabe partir del análisis de ciertos grandes desafíos planetarios– poblacionales, ambientales, ocupacionales– que pueden revivir cuestiones y enfoques a los que estuvieron asociados históricamente el surgimiento y los períodos de auge de las izquierdas. La hipotética vigencia futura de ésta no se mediría por la reaparición en fuerza de las estrategias y soluciones que las caracterizaron en el pasado, lejano o cercano, sino más bien por la capacidad de sus valores y tradiciones para constituirse en fuentes de inspiración de nuevas alternativas. 

A su vez, la eficacia práctica de tales alternativas dependerá grandemente de su capacidad para enfrentar uno de los grandes problemas de la existencia a fines del siglo XX: el sentido como recurso escaso, la cooperación por encima de los intereses inmediatos como una dimensión faltante, la inserción colectiva como carencia. Parafraseando la cita de Lipovetsky que nos sirve de acápite, puede conjeturarse que la pobre calidad de una vida que sobredimensione lo individual puede impulsar modalidades de gestionarla que abran espacios a los esfuerzos colectivos para cambiar la vida. 

Al analizar el tipo de estímulos que alejan al péndulo de lo individual, Hirschman destaca tanto la decepción generada por la persecución del interés privado como el tipo de gratificación propio del accionar público. Este, a mucha gente, no lo atrae tanto porque se logre efectivamente la meta planteada sino más bien por las satisfacciones emanadas de las búsquedas compartidas y de los avances así conquistados. Ello justamente contribuye a explicar por qué el «sobredimensionamiento» del accionar colectivo –el desborde de sus exigencias que anega otras dimensiones de la vida cotidiana y las somete a los reclamos de la profesionalización, o al mandato de los profesionales– se constituye a su vez en gran factor del tipo de decepción que empuja al péndulo de vuelta hacia lo individual. 

Ciertos tipos de militancia tienen en sí mismos las fuentes de justificación, y éstas se secan cuando aquéllos se hipertrofian. Tal proceso se liga frecuentemente a la conversión de los proyectos de cambiar la vida de muchos en instrumentos para mejorar la vida de pocos, pero también al logro de la eficacia, que suele requerir dedicación, especialización, profesionalización. Parece desembocarse así en el problema de la cuadratura del círculo que, una vez establecida la idea de su imposibilidad, sólo conserva sentido para unos pocos excéntricos. 

El péndulo de los involucramientos no abandonaría el área de los intereses privados, pues se anticipa o intuye la decepción inherente al accionar colectivo, en tanto generador de exigencias y dinámicas de poder que desvirtúan la calidad de vida ofrecida por ciertas formas de militancia. ¿Significa todo ello que la vigencia futura de las izquierdas dependerá decisivamente, entre otros factores, de que ciertas dimensiones de su accionar logren construir y reconstruir permanentemente algún distanciamiento de sus luchas por el poder?


Evaluación de la Participación